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piscinas en verano

A veces los arquitectos pensamos si realmente es justo arrastrar a nuestras familias por las ciudades que visitamos en vacaciones para acercarnos, aunque sea de pasada, a tal o cual obra maestra de arquitectura; un mercado reconvertido, otro museo,  una estación de tren… Y si tienes suerte (la tengo) tu familia acompaña tus pasos casi sin rechistar (ritmo y velocidad adaptados), y te deja ratitos libres para colarte en una central hidroeléctrica o en una escuela de arquitectura.

Así que cuando sonó Oporto como posible destino de viaje familiar, en nuestra mente se grabó a fuego un lugar. Porque para ir a visitar esto no haría falta escaparse furtivamente, sería una visita que formaría parte fundamental del viaje: qué puedes hacer mejor en verano que ir la piscina.

“Pero… ¿vamos a la playa o a la piscina?”. Para los que estamos más o menos acostumbrados al Mediterráneo… ¿qué sentido tienen unas piscinas pegadas al mar? Ay, el Atlántico.

En 1961 Álvaro Siza proyectó en Leça de Palmeira, Matosinhos, junto a Oporto, unas piscinas al borde del Atlántico, las piscinas de las mareas. Un lugar para poder disfrutar del océano incluso cuando éste no está por la labor; un lugar entre el océano y el continente.

La arquitectura es así: puede que hayas leído mucho sobre un proyecto, puede que hayas visto mil fotos, explorado mil planos… pero hay que estar allí. Y cuando te bajas del coche (solo una pancarta te hace advertir que has llegado), y ves el mar sobre la cubierta (los vestuarios agazapados), empiezas a vislumbrar realmente dónde has ido.  Empiezas a entender que realmente en el tránsito entre la calle y el agua estás dejando atrás algo más que la ropa; la penumbra de los vestuarios, la cercanía de los materiales (el hormigón, la madera), lo comprimido de la escala, la altura de los muros, los distintos espacios solapados que hacen de límite difuso (de umbral, esto y mucho más lo cuenta estupendamente Pedro Torrijos en JotDown). Todo eso no hace nada más (y nada menos) que preparar tus sentidos para el momento en que dejas atrás el último plano que te impedía la vista hacia el Atlántico.

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Las rocas (que ya estaban allí), el agua (fría, fría, ¡esto es el Atlántico), la arena, el hormigón (¿seguro que no estaba ya allí?), el sol, el viento, conforman este escenario. Encuentras un hueco para la toalla sobre la arena, entre las rocas, y sabes que agazaparse es la mejor manera de protegerse del viento. Que aunque el Atlántico esté revoltoso (que seguro que puede ponerse violento), aquí tienes un reducto de tranquilidad. Que la piscina infantil, a la que se baja de esa manera tan bonita, está ya protegida contra ese viento. Las niñas suben, bajan, escalan, chapotean en la playa previa a las piscinas… Cuentan, incluso, que hay quien se tira de bomba (¡y no llega al fondo, con esos más de tres metros de profundidad!).

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Haces fotos, cómo no hacerlas, pero inmediatamente sabes que esas fotos no serán capaces de contar lo que es ese lugar (y cualquier foto que tú hagas ya está hecha, y mejor). Descubres a muchos arquitectos, algunos que sólo hacen la visita sin derecho a baño (¡insensatos!), pero sabes que realmente quienes disfrutan del lugar, de esta arquitectura, son los bañistas.

Acaba el día, el horario de piscina, y tomas un helado allí mismo, protegido del viento, haciendo tiempo para ir a cenar a un restaurante cercano del que te han hablado maravillas.

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“Papá, ¿podemos volver mañana?” 

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