
Escribo estas líneas (urgentes) porque ayer asistí, de modo tardío, desatento y descontextualizado, a un improvisado debate sobre términos arquitectónicos. Sobre lo acertado de unos u otros términos. Como no he sido capaz de hacerme con una posición propia en el debate creo que no tiene sentido que lo traslade aquí; no sería justo; confío en que los participantes de dicho debate, si me leen y se dan por aludidos, me comprendan y disculpen. Esto me provocó no obstante la reflexión que de modo absolutamente desordenado (ojalá deliberadamente desordenado) e inconexo (reflexiones aisladas que ocupan el cerebro cuando éste está libre de otros pensamientos) transcribo a continuación casi tal cual, sin ánimo alguno de crítica ni de pontificar, pues claro está que no soy quién, y sí generalizando mucho y quizás exagerando no tanto. Perdón por añadir ruido.
A los arquitectos y arquitectas nos encanta hablar (y escribir) sobre arquitectura. O sobre Arquitectura; porque aquí empiezan los problemas: ¿Arquitectura o arquitectura?, ¿arquitectura o Arquitectura? Si alguno nos lo proponemos, somos perfectamente capaces de realizar una tesis sobre si han de usarse las mayúsculas o no.
En cualquier caso, cuando escribimos o hablamos sobre nuestra disciplina lo hacemos, muchas veces, de un modo denso, espeso (el lápiz en pie entre las palabras): analizamos una obra, o un proyecto, o un croquis de redistribución de un área de elaboración de alimentos, y buscamos una transcendencia en el objeto de nuestras palabras… y en nuestras propias palabras.
Nos gustan las palabras. Cómo no, benditas palabras. Y nos gusta leer nuestras palabras, utilizar las palabras, manipular las palabras. Decir lo que queremos decir. Exactamente lo que queremos decir, exactamente con las palabras con las que lo queremos decir (decir, escribir). Y por tanto nos gustan los juegos de palabras; cuanto más sutiles, mejor; así que con frecuencia tomamos prestadas palabras de otras disciplinas y las hacemos significar lo que queremos; las hacemos decir lo que queremos que digan (por nosotros).
Y además nos encanta leer sobre arquitectura. Sobre concursos, proyectos, instalaciones, premios, leyes, obras… y Arquitectura (sí, esta vez con mayúsculas).
Creo que con esto ocurre algo parecido a lo que ocurre con la fotografía: antes tirabas dos carretes de treinta y seis en un superviaje; cada foto era meditada, pensada, estudiada, medida… Hacías setenta y dos o setenta y cinco fotos en ese gran viaje de tu vida, y salvo las dos o tres que salían mal (movidas, sobreexpuestas, desenfocadas…), el resto eran excelentes fotos, que contaban cosas sobre los lugares que habías visitado. Ahora, con la fotografía digital (gratis), hacemos mil quinientas fotos cada vez que salimos al parque y con suerte habrá dos o tres visibles.
Antes cada texto se meditaba, pensaba, estudiaba y escribía con cuidado, cariño, tiempo y atención, y algunos de esos textos los leía alguien además del autor, e incluso acababa publicado y quizás leído por más gente. Ahora cualquier texto, incluso los meditados, pensados y estudiados, sale a la vida pública en un momento, y con inmediatez sabemos cuánta gente lo ha leído o al menos ha hecho el paripé.
A veces, sólo a veces, ocurre que nuestro gusto por escribir y nuestro gusto por leer se ponen de acuerdo de mala manera para crear un metalenguaje (en realidad es lenguaje, pero metalenguaje suena mejor) propio, un código interno de arquitectos para arquitectos. Un idioma propio que nos honramos de escribir, leer y entender. Supongo que en todas las disciplinas ocurre, hay textos especializados que sólo unos cuantos privilegiados son capaces de comprender. Y claro, ¿qué experto en una materia se atrevería a expresar que no entiende el texto escrito por otro reputadísimo experto en su materia?
Por fortuna, en la mayor parte de las ocasiones las palabras son medidas y elegidas y empleadas de un modo acorde al lenguaje común, y abordan la cuestión de un modo claro y capaz de transmitir las ideas o conocimientos que se pretende; sea para expertos, neófitos, o absolutos ignorantes de la materia, las palabras significan lo que significan, y las ordenamos unas tras otras con mejor o peor estilo de modo que logramos hacernos entender, con mayor o menor precisión quizás, pero de un modo suficiente y adecuado a nuestros lectores. Si no, ¿de qué sirve el lenguaje?
Hace algunos años, un anciano arquitecto de reconocidísimo prestigio, en la mesa redonda tras su conferencia, recibió una pregunta por parte de otro arquitecto, también de prestigio; como no podía ser de otro modo, la formulación de la pregunta fue extensa, repleta de digresiones, plagada de elogios, y precisa; o no tanto, pues bien fuera por la edad, el cansancio, las dificultades auditivas y/o idiomáticas, el preguntado, tras beber unos sorbos de agua, acertó a repreguntar: “¿Cuál era la pregunta?”.
fjp, abril 2015