
Cuando te comunican que al final os mudáis —y esta vez de verdad de la buena- al Hospital Militar del Campo del Príncipe, te ilusionas y a la vez sientes una cierta resiliencia por trasladarte a ese recóndito lugar en pleno Realejo, a poco más de unos tres kilómetros de tu rudimentaria escuela de toda la vida. Sensación que desaparece cuando al llegar descubres tantos espacios inmaculados, patios agradables, arcos de medio punto, tirantes ejerciendo su capacidad estructural y la terracita de cafetería.
Hace un tiempo un compañero de plan antiguo hizo un comentario que me hizo pensar: «claro, es que mi escuela era la de la Chana». Después de esa afirmación es complicado no preguntarse qué tenía de especial aquel lugar que no tiene este. ¿Acaso echamos de menos la otra escuela? ¿Nos gustaba más? Está claro que los años que hayas pasado en un lado o en otro son determinantes para decantarse, sin embargo me gustaría aportar el punto de vista de aquellos que estamos a caballo entre una y otra.
En su día estábamos deseando escapar de paredes desconchadas, pilares delante de la pizarra, mesas acuchilladas y banquetas sacadas del infierno, todas ellas mobiliario de un instituto viejo que se nos quedaba pequeño. Ahora tenemos unas mesas estupendas, espacios diáfanos, paramentos de vidrio y blancas paredes. A cambio nos han quitado los enchufes, el horario nocturno en época de exámenes y nos han dejado solo un taller de trabajo. Todo por mantener una escuela impoluta y bonita, nueva y que se mira pero no se toca.
Sobra decir que es necesario cuidarla y que ha sucedido algún que otro inconveniente que no da para nada una buena imagen (mesas pasadas por cúter, graffitis a los pocos días de la apertura) que su trabajo y dinero ha costado. Pero después de años de obras nos dan una escuela con las condiciones a medio cumplir: taquillas de adorno en el pasillo, goteras en la biblioteca, puertas automáticas que no se abren automáticamente, sin vigilantes ni guardias de seguridad, ni calefacción en el invierno granaíno salvo en el cuarto de baño, porque tener el inodoro calentito es absolutamente necesario.
¿No queríais escuela? Tomad escuela
A veces parece que los estudiantes somos los últimos monos en un lugar supuestamente diseñado para nosotros. O eso o que llevan años olvidándose de aquellos que pasan desapercibidos tras el instituto Virgen de las Nieves o de estos que ahora quedan «por allí por el Realejo». Nadie viene a cubrir las guardias nocturnas -porque los estudiantes de arquitectura nunca trabajamos de noche- de once talleres, solo tenemos abierto uno para juntarnos después de clase —porque está claro que tampoco tenemos ninguna asignatura en la que se trabaje en grupo-. Sarcasmos aparte, estamos hablando de necesidades básicas, igual que alguien de ciencias necesita un laboratorio o alguien de INEF necesita un gimnasio.
La idea de mudarte consiste en mejorar lo que ya tenías, no en cambiar unas ventajas por otras. Es gracioso asomarse a la T3 por la cristalera y ver cómo los portátiles se enganchan a las regletas igual que los estudiantes nos hacinamos en torno a las mesas. Y no es la primera queja sobre el tema.
En resumidas cuentas, tenemos un edificio estupendo que sería aun mejor si pudiéramos hacerlo nuestro. He visto a gente merendar, jugar al frisbee, hacer conciertos y beber cerveza en el patio y todo sigue en pie. ¿De verdad pasaría algo si pudiéramos usarla, tal y como su nombre indica, como una escuela?
Laura García Rodríguez, diciembre 2015
Acudí un par de veces al antiguo Hospital Militar invitado para alguna charla introductoria a una clase de Proyectos. Y, en mi condición de responsable cultural del Colegio de Arquitectos desde 1994, se inició una fluida colaboración donde la Escuela de Arquitectura nacida el año anterior hacía tímidas aportaciones a la frenética actividad que promovía el Colegio. Mi interlocutor era el entonces subdirector, Juan Calatrava, con quien apenas bastaron un par de conversaciones para llegar a acuerdos estables y desinteresados. El progresivo aumento del número de estudiantes provocó que el Salón de los Jueves se fuese nutriendo de un caudal cada vez mayor de alumnos de la Escuela; raramente los arquitectos no docentes acudían al Hospital Militar a escuchar conferencias.
Porque entonces era, a todos los efectos, el antiguo Hospital Militar, aunque siempre me pareció más militar que hospital. Una nave alargada bajo cubierta improvisaba aulas en barracones, la disciplina castrense quedó sepultada bajo ideas construidas, la jerarquía militar se transformó en arquitectos localmente reconocidos con una recién adquirida vocación docente.
La convocatoria en 1997 del Concurso de ideas para adaptación del edificio a Escuela de Arquitectura tuvo un fuerte impacto entre la profesión, convirtiéndose en reto añadido para los nuevos profesores. Muchos alumnos colaboraron en sus estudios, fomentando el interés por conocer las propuestas y alimentando una ilusión colectiva por entender la posibilidad, ratificada tras la selección efectuada para la segunda fase, de que era posible que alguien de los nuestros construyese la nueva Escuela en el corazón de la ciudad. En junio de 1998 se falla el concurso donde resulta vencedor Víctor López Cotelo. Tras la entrega del proyecto en 2003, las obras se inician en 2005. La Escuela abandona el Campo del Príncipe en 2002, instalándose provisionalmente en un instituto en la Autopista de Badajoz junto a las vías del tren.
Desde el Colegio la actividad cultural mantenía un intenso ritmo, pero la consolidación de la Escuela en la ciudad desplazó a los arquitectos de su propia institución, convirtiéndose en lugar de acogida de los alumnos previo al desembarco profesional. El pulso vital ya estaba en el caudal imparable de la Escuela, que seguía exiliada en la sede provisional, recluida en la periferia, pero que contempló cómo el colectivo de arquitectos quedaba pacíficamente desbordado.
Las obras se paralizan y la prometida reanudación se estanca entre liquidaciones, trámites administrativos y crisis económica. En 2006 entro en la Escuela de Arquitectura como profesor del Área de Composición Arquitectónica y en 2007 abandono el Colegio de Arquitectos. Durante nueve años de docencia, las promesas incumplidas de traslado se camuflan tras entregas, cambios de plan de estudios y el progresivo deterioro físico y afectivo hacia la sede provisional.
En 2015 vuelvo al Campo del Príncipe a la nueva Escuela y me siento protagonista de una conquista histórica; estreno sede en un Congreso organizado por mi Área de Composición y soy invitado a un emotivo acto de graduación. Ahora ya nadie habla de Hospital Militar; ya tenemos Escuela propia. La crisis ha tirado por la borda la frenética actividad cultural del Colegio de Arquitectos y la Arquitectura se la apropian los alumnos, no los arquitectos. Y Juan Calatrava es ahora mi Catedrático de Composición Arquitectónica.
Hoy, profesores y alumnos nos sabemos privilegiados por hacer nuestro un lugar de la ciudad histórica, descubriendo cada día que accedemos a la Escuela a través de sus calles empinadas que es allí donde realmente anida la vida. Con un entorno urbano abrumador, la enseñanza de la arquitectura se enfrenta ahora a una cultura, tiene la bibliografía básica en sus propias puertas, en ese lugar mágico donde confluyen espacio y tiempo. La ciudad enseña a enseñar.
Nos queda la responsabilidad de que las ideas no queden encerradas en las aulas, de que el Realejo se conozca mejor a sí mismo; debemos tener la obligación de hacer partícipes a la sociedad de nuestras líneas de investigación. Ya apenas recuerdo nada de la vieja sede, ni del silbido del tren interrumpiendo el relato del Panteón; antes al contrario, cuando circulo por allí sin detenerme detecto una balsámica desafección. Han bastado unas pocas semanas para tener la certeza de que aquí se aprende mejor y aquí se enseña mejor. El reto es ahora demostrar la capacidad de influencia de la nueva Escuela sobre el entorno que nos acoge para tener como objetivo final convertir la cultura arquitectónica en un bien de uso cotidiano.
Ricardo Hernández Soriano, diciembre 2015
La finalidad de este texto es hablar sobre arquitectura. No es mi intención escribir nada técnico (básicamente porque mis conocimientos aún son escasos), ni pecar de pedantería. Ni mucho menos. Sin embargo, por suerte o por desgracia, hablar sobre arquitectura abarca mucho más que el campo técnico. Es hablar de espacios, de sensaciones, de sentimientos, de recuerdos, de imaginación, de los sentidos. Es hablar de arte.
¿Pero por dónde empezar?
Me presento. Gracias a la incansable perseverancia de un padre arquitecto, pasé los primeros dieciocho años de mi vida enamorándome poco a poco (y sin ser consciente de ello) de esta disciplina. Todos esos años interiorizando conocimientos, sirvieron para que decidiese estudiar arquitectura. Lo que empezó como una ilusión, se materializó en mi admisión en la escuela técnica superior de arquitectura de Madrid.
Pues bien, decidí pasar mi quinto año fuera de la escuela madrileña y Granada fue la opción ganadora. Su emplazamiento, la gente y saber que estrenaban nueva sede de escuela de arquitectura fueron los principales motivos de mi desplazamiento temporal a esta ciudad.
He de recalcar que no fue como yo esperaba. Fue mejor. Todos nos encontrábamos en la misma situación. Recién llegados. Alumnos (de todos los cursos) y profesores. Nadie sabía a ciencia cierta dónde estaba nada y, los primeros días, la puntualidad era algo que no se tenía en cuenta. ¿Cómo elegir entre las mil y una escaleras que parecía tener la escuela? ¿Cómo saber qué escalera te llevaría a la planta o entreplanta en la que necesitabas estar?
Llegar
En el barrio del Realejo se sitúa la gran Plaza del Campo del Príncipe. Hoy esta plaza da acceso a lo que es la actual escuela de arquitectura de Granada, edificio que en su día fue el emplazamiento del Hospital Militar.
Tras cruzar la plaza, te encuentras con el edificio, que se alza como un gran telón de fondo. La fachada, de un blanco impoluto, el gran portón de madera, la cubierta de tejas y, en contraste, las ventanas dejan entrever sutilmente la contemporaneidad del interior.
La escuela no se alza como un hito en la ciudad. Se inserta en la trama urbana. Tiene cualidad de barrio. Se integra en él. Se hace accesible a todos. La prioridad es el espacio público, los flujos humanos que genera su uso, el carácter social. La arquitectura tiene que ser de todos y para todos. Arquitectura no es sólo el edificio, es cómo llegar, cómo recorrerlo. Todo forma parte de un único espacio público.
Sentir
El pavimento nos dirige hacia el interior y, nada más cruzar la entrada, la mirada se dirige de forma automática hacia el artesonado de madera del forjado superior. El diálogo entre la madera y el granito es el diálogo entre la construcción antigua, lo existente y lo contemporáneo, la reinterpretación.
Siguiendo el recorrido que nos marcan las losas de granito y, de repente, cuando creías pasar a un interior, vuelves a estar en un umbral. A ambos lados se sitúan patios con distintas características y una común. La luz.
Es algo que me llamó mucho la atención. La luz. La incesante entrada de luz en todo el edificio. Desdibuja los límites interior-exterior creando un espacio intermedio. Un espacio umbral que se hace continuo sin perder la característica de transición.
En palabras de Campo Baeza, “La arquitectura es luz. Luz al atravesar un espacio”. Pues bien, eso es toda la escuela de arquitectura. Luz.
Evidentemente, dependiendo de la zona y del tipo de arquitectura, la luz aparecerá de determinada forma. En la escuela de Madrid, por ejemplo, la luz está siempre presente pero no de la misma forma. La luz pasa a través del edificio, pero no forma parte de él. Es arquitectura construida en torno a la luz, no con ella. Es siempre un interior, los límites quedan muy bien dispuestos. Todo lo contrario que en Granada.
Los distintos espacios se suceden tanto en horizontal como en vertical. Siempre son amplios y nunca terminamos de saber o de poder definir si es un interior o un exterior. La mirada se vuelve global, más general, libre en un entorno no jerarquizado. Todo queda entrelazado de una forma muy sutil resaltando los contrastes; los elementos históricos conservados conviven en completa armonía con los nuevos materiales. Se superponen los diferentes lenguajes y esta nueva intervención se percibe como una capa más de historia.
Reinterpretar
Tras unos primeros días conociendo y recorriendo las diferentes zonas de la escuela, ahora toca adaptarse. Hacerse a los espacios y a su funcionamiento. Son los usuarios los que dan sentido a la arquitectura. Las obras se completan con el uso y el desgaste, con el paso del tiempo. Con la vida.
Como la gran mayoría de los estudiantes de arquitectura, la escuela ya se ha convertido en mi segunda casa. Un lugar en el que pasamos tantas horas trabajando, se supone que debería estar preparado para suplir todas las necesidades de los estudiantes. Más siendo una escuela de arquitectura.
Sin embargo, “en casa del herrero, cuchillo de palo”. Errores de organización; los espacios de trabajo son insuficientes y los enchufes son un bien escaso (incomprensible cuando el método de trabajo a todos los niveles requiere ordenadores). O de proyecto; los rellanos a mitad de los huecos de ventanas o la cantidad de puertas que hay que cruzar para llegar a los aseos de la cafetería.
Lejos de pretender ser un artículo de crítica, como sabemos, la mayoría de los fallos que se descubren con el uso de las instalaciones, son resueltos por los usuarios. La historia está llena de ejemplos que ilustran la capacidad de inventiva humana. Pero vaya, quizá se eche de menos que en una obra que ha durado tantos años, no estén resueltos esos inconvenientes.
Aun con todo, conocer otra escuela de arquitectura es siempre una experiencia enriquecedora. Tan diferente y, a la vez, tan parecida a la escuela madrileña. Dicen que las comparaciones son odiosas, pero pueden llegar a ser muy beneficiosas y, la contemporaneidad de la escuela granadina gana por goleada a su homóloga en la capital.
Creo fehacientemente que la escuela está concebida como un lugar de intercambio; tanto académico como personal. Los flujos de tránsito son continuos, ininterrumpidos y los espacios no jerarquizados. No tiene cualidad de edificio cerrado, y volcado hacia sí mismo. Es, como ya he dicho, un umbral. Un lugar de todos. De los estudiantes, de los profesores y el resto de trabajadores, pero también de los vecinos, de los turistas, del barrio y de la ciudad.
Inés Nieto, diciembre 2015
El otro día volví a la nueva Escuela de Arquitectura; tan estupenda con su placa y sus banderas recibiéndonos en el Campo del Príncipe; un edificio que aún tiene ese olor a nuevo, a regalo sin terminar de desenvolver.
Da un poco de vértigo pensar en los ventidós años que han tenido que pasar desde que los primeros estudiantes de arquitectura de Granada entraron, de prestado, en la Facultad de Trabajo Social, hasta que los actuales han podido ocupar, por fin, su escuela. Entre inauguración e Inauguración Arquitectura ha pasado por Cartuja, Aparejadores, el Hospital Militar e Informática.
De uno u otro modo he vivido todas las Escuelas de Arquitectura de Granada, salvo la actual, a la que he ido, voy, de visita. Y sin embargo, esa mirada de visitante que tengo ahora sobre el proyecto de Víctor López Cotelo no es una mirada nueva; mi punto de vista está contaminado por esos ventidós años.
Si la estancia final en Informática se entendía como un exilio temporal, las iniciales en Cartuja y Aparejadores estaban cargadas del sabor de lo prestado; estábamos allí encajados como podíamos, en unas instalaciones que a duras penas podían responder a las necesidades espaciales de una escuela de arquitectura creciente (dos cursos, tres cursos…). O en las que nos veíamos forzados a convivir temporalmente con otras disciplinas, invadiendo sus rutinas.
La primera llegada al Hospital Militar tuvo sin duda un sabor agridulce: llegábamos a un lugar inhóspito, frío, mal acondicionado, a todas luces insuficiente; pero al fin y al cabo era la tierra prometida, era un lugar cargado de posibilidades, y de algún modo íbamos a participar de la concreción de esas posibilidades. El enorme patio de gravilla era una bonita metáfora de esa promesa de futuro, mientras que el patio viejo representaba el misterio, la incertidumbre; cuántas puertas cerradas, cuántos lugares ocultos. Pero sobre todo pesaba, para bien, el emplazamiento; el Campo del Príncipe, tan cerca de todo (aunque tan lejos del resto de la universidad); la Escuela de Arquitectura como generador de vida en el tejido urbano, ¿no se trataba de eso?
Ahora que por fin Arquitectura tiene su Escuela en Granada paseé por el edificio como quien visita a unos amigos que se acaban de mudar; hay mucho espacio que ocupar, muchos lugares de los que el uso ha de apropiarse. Las puertas ya no están cerradas (aunque por momentos uno se sienta Nicole Kidman, “abre la puerta, cierra la puerta”), los lugares ya no están ocultos, aunque haya que encontrarlos. El patio ya no es de gravilla, pero sigue cargado de promesas, de posibilidades, de vida que vivir allí.
Si queréis conocer más sobre el edificio, la revista Márgenes Arquitectura le dedicó su número 8. Además, este proyecto ha obtenido el Premio de Arquitectura Española 2015.
Y muchas gracias a Inés y Laura por su tiempo, sus miradas y sus palabras.
Fernando Jiménez Parras,diciembre 2015